viernes, 10 de noviembre de 2017

Oasis

Por: Victoriano Reyes Covarrubias.


V. R. C.

Es ya una costumbre tratar mal a los pasajeros en los vehículos de locomoción colectiva. Los choques de palabras son muy frecuentes y el público parece que ha desarrollado una especie de paquidermia ante las groserías. No importa que sea dama, caballero o niño; rico o pobre, bueno y sano o lisiado, el asunto es que las palabras duras y hasta el insulto pasan por los aires como dardos. Esas viejecitas que salen de sus casas y que se atolondran al subir o bajar de un vehículo son generalmente el blanco de frases sangrientas. ¡Qué lindo todo esto para una ciudad que levanta cada día más edificios monumentales, mientras en el corazón de muchos de sus habitantes todavía existe la caverna!


Sin embargo entre todo el ambiente de jungla, de pelea salvaje por el peso, hay remansos. Podría decirse claramente que en la enorme aridez de sentimientos, en el temible desierto espiritual, puede encontrarse un oasis, sí, un oasis, para calmar la sed de mejor tratamiento humano. Fuimos testigo de una escena en un microbús cerca de la Estación Alameda. Se nos ocurre que ésta escena es un retablo poco común y es por eso que la insertamos aquí.

Se detuvo el microbús y subió una familia compuesta de una mujer del campo, un marido de gruesas manos callosas y cara bonachona, un niño de cinco años y un anciano. La mujer llevaba un bebé en los brazos y una bolsa con ropa. Todos en buenas cuentas llevaban un paquete o un canasto pequeño, pero el anciano, que tendría no menos de noventa años, no llevaba nada en las manos, excepto unos tiritones que le hacían inseguro en la subida.

Era una familia con todas las reglas del arte. El chofer del microbús no los apuró en la faena de subir al vehículo, y por el contrario, con excelente buen humor, dijo al anciano:

            -Afirmese abuelo, no tenga cuidado.
            -Gracias… Gracias, caballero, respondió el anciano tiritón.
            -¿Cómo están esas piernas? Preguntó el chofer-.
            -Malonas, caballero.
            -Un poco de salicilato y un partido de futbol son remedios muy buenos.
 -Ya lo creo, -musitó el anciano que ayudado por el yerno trataba de acomodarse  en el asiento-.
            -¿Y cómo están esos campos de Dios?
            -Bonitos como siempre, contestó el abuelo.
            -¿Y para dónde va ahora?
            -Para abajo…
            -No puede ser, los hombres como usted siempre deben ir para arriba…
El anciano se sonrió desdentado entre sus bigotes blanco-amarillentos.
          -Y usted señora, - dijo el chofer-, ¿no tiene asiento? Atención, ya se ha dado un asiento al abuelo… Ahora, ¿quién va a ceder el asiento a esta señora con guagua?

Y un hombre se levantó y cedió su asiento. Y el microbús siguió feliz con su cargamento humano saturado de buena voluntad. Lo único agrio que había en ese momento en el vehículo colectivo eran unos limones que llevaba en su canastita el niño de cinco años…




Recopilación por: Alejandro Glade Reyes. / Crónica de Victoriano Reyes Covarrubias.






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