martes, 5 de julio de 2016

Sinfonía del acuerdo


V.  R. C.
El gusto por la música es algo que nos distingue como pueblo. En algunas ocasiones somos desafinados pero eso no importa. Ya sabemos que aparecen los cantores y músicos por generación espontánea en los finales de las fiestas. Los más porros de las clases de solfeo sacan la voz, para hacer arabescos del lado práctico del pentagrama.

Somos todos músicos en potencia, aunque algunos no den señales de tal inclinación. Es común el caso de que los más callados o apáticos, se identifican con la palmípeda famosa antes de partir de este mundo.

Hay una pequeña minoría que toma la música en serio y se somete a la disciplina del estudio sistemático. Se aferra al pentagrama no para columpiarse como un trapecista de circo entre las cinco líneas y los cuatro espacios, sino para construir en la pauta una personalidad o sacar de ella lo que culturalmente exige su espíritu. Esta minoría que considera las diversas llaves o claves como un Sésamo  Ábrete, para el noble deleite del espíritu, sufre una enormidad al ver como cierta gente arpegia en el guitarrón del mal gusto. ¿No somos acaso, melódicos y cadenciosos? Si se trata simplemente de “mete bulla”, también podemos dar un concierto al aire libre con el antiguo y desaparecido cacho del heladero.

Hay una disonancia entre nuestro gusto musical reconocido y lo que hacemos. ¿Por qué no aprovechamos las cualidades que nos elogian? En ninguna parte hay una doble barra que impida una cultura verdadera en eses sentido. Estamos por creer que en nuestra vida musical hay un calderón transitorio. La aparición de aparatos mecánicos que cantan y tocan por nosotros han atrofiado, en parte, nuestro gusto por aprender a tocar un instrumento musical o educar la voz. El desgano por tomar en serio el aprendizaje de la música es una “fioritura” en el calderón impuesto por la mecánica y la técnica de los audiones. Empero, nunca es tarde para entrar al templo de la diosa y quemar  el sándalo con delicadeza para sentir el perfume de nuestra propia ofrenda.

No nos referimos al arte de escuchar – por cierto de primera importancia también -  sino al arte de aprender, que axige además de disciplina, un concepto altamente cultural de ser intérprete de una emoción, para proyectarla hacia adentro o hacia afuera. Es grande la diferencia entre el ejecutante de verdad y el “ejecutante” que coloca un disco fonográfico.

Sabemos que todos no tienen dedos para organistas… Todos no pueden se ejecutantes o compositores, pero la mayoría de las personas creen que sólo existe la guitarra, el piano, el cello y el violín. Y aún entre éstos instrumentos hacen eliminaciones: la guitarra porque es huasa; el piano, porque es caro; el cello porque es muy grande, y el violín, porque es muy difícil. ¿Quién aprende clarinete? ¿Y flauta? En verdad nadie estudiará  el sacabuche ni el cimbalón, pero por allí hay jóvenes que estudian el tam-tam.

Sería bueno que todos los habitantes del país formaran una gran orquesta, cada uno con el instrumento adecuado a su capacidad, para tocar la “Gran Sinfonía del Acuerdo”. Para ello tendríamos que aprender Teoría y Práctica, para que resultara perfecta. Leeríamos todos en el mismo pentagrama. Nuestro gusto musical en potencia puede ayudarnos.



Recopilación de: Alejandro Glade R. / Escrito por: Victoriano Reyes Covarrubias.






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