Por: Victoriano Reyes Covarrubias.
V. R. C. |
Sin embargo entre todo el ambiente de jungla, de pelea
salvaje por el peso, hay remansos. Podría decirse claramente que en la enorme
aridez de sentimientos, en el temible desierto espiritual, puede encontrarse un
oasis, sí, un oasis, para calmar la sed de mejor tratamiento humano. Fuimos testigo
de una escena en un microbús cerca de la Estación Alameda. Se nos ocurre que
ésta escena es un retablo poco común y es por eso que la insertamos aquí.
Se detuvo el microbús y subió una familia compuesta de una
mujer del campo, un marido de gruesas manos callosas y cara bonachona, un niño
de cinco años y un anciano. La mujer llevaba un bebé en los brazos y una bolsa
con ropa. Todos en buenas cuentas llevaban un paquete o un canasto pequeño,
pero el anciano, que tendría no menos de noventa años, no llevaba nada en las
manos, excepto unos tiritones que le hacían inseguro en la subida.
Era una familia con todas las reglas del arte. El chofer del
microbús no los apuró en la faena de subir al vehículo, y por el contrario, con
excelente buen humor, dijo al anciano:
-Afirmese
abuelo, no tenga cuidado.
-Gracias…
Gracias, caballero, respondió el anciano tiritón.
-¿Cómo están
esas piernas? Preguntó el chofer-.
-Malonas,
caballero.
-Un poco de
salicilato y un partido de futbol son remedios muy buenos.
-Ya lo creo, -musitó el anciano que
ayudado por el yerno trataba de acomodarse en el asiento-.
-¿Y cómo
están esos campos de Dios?
-Bonitos
como siempre, contestó el abuelo.
-¿Y para
dónde va ahora?
-Para abajo…
-No puede
ser, los hombres como usted siempre deben ir para arriba…
El anciano se sonrió desdentado entre sus bigotes
blanco-amarillentos.
-Y usted
señora, - dijo el chofer-, ¿no tiene asiento? Atención, ya se ha dado un
asiento al abuelo… Ahora, ¿quién va a ceder el asiento a esta señora con
guagua?
Y un hombre se levantó y cedió su asiento. Y el microbús
siguió feliz con su cargamento humano saturado de buena voluntad. Lo único
agrio que había en ese momento en el vehículo colectivo eran unos limones que
llevaba en su canastita el niño de cinco años…
Recopilación por: Alejandro Glade Reyes. / Crónica de Victoriano Reyes Covarrubias.