V. R. C. |
El gusto por la música es algo
que nos distingue como pueblo. En algunas ocasiones somos desafinados pero eso
no importa. Ya sabemos que aparecen los cantores y músicos por generación espontánea
en los finales de las fiestas. Los más porros de las clases de solfeo sacan la
voz, para hacer arabescos del lado práctico del pentagrama.
Somos todos músicos en potencia,
aunque algunos no den señales de tal inclinación. Es común el caso de que los
más callados o apáticos, se identifican con la palmípeda famosa antes de partir
de este mundo.
Hay una pequeña minoría que toma
la música en serio y se somete a la disciplina del estudio sistemático. Se
aferra al pentagrama no para columpiarse como un trapecista de circo entre las
cinco líneas y los cuatro espacios, sino para construir en la pauta una
personalidad o sacar de ella lo que culturalmente exige su espíritu. Esta
minoría que considera las diversas llaves o claves como un Sésamo Ábrete, para el noble deleite del espíritu,
sufre una enormidad al ver como cierta gente arpegia en el guitarrón del mal
gusto. ¿No somos acaso, melódicos y cadenciosos? Si se trata simplemente de “mete
bulla”, también podemos dar un concierto al aire libre con el antiguo y
desaparecido cacho del heladero.
Hay una disonancia entre nuestro
gusto musical reconocido y lo que hacemos. ¿Por qué no aprovechamos las
cualidades que nos elogian? En ninguna parte hay una doble barra que impida una
cultura verdadera en eses sentido. Estamos por creer que en nuestra vida
musical hay un calderón transitorio. La aparición de aparatos mecánicos que
cantan y tocan por nosotros han atrofiado, en parte, nuestro gusto por aprender
a tocar un instrumento musical o educar la voz. El desgano por tomar en serio
el aprendizaje de la música es una “fioritura” en el calderón impuesto por la
mecánica y la técnica de los audiones. Empero, nunca es tarde para entrar al
templo de la diosa y quemar el sándalo
con delicadeza para sentir el perfume de nuestra propia ofrenda.
No nos referimos al arte de
escuchar – por cierto de primera importancia también - sino al arte de aprender, que axige además de
disciplina, un concepto altamente cultural de ser intérprete de una emoción,
para proyectarla hacia adentro o hacia afuera. Es grande la diferencia entre el
ejecutante de verdad y el “ejecutante” que coloca un disco fonográfico.
Sabemos que todos no tienen dedos
para organistas… Todos no pueden se ejecutantes o compositores, pero la mayoría
de las personas creen que sólo existe la guitarra, el piano, el cello y el
violín. Y aún entre éstos instrumentos hacen eliminaciones: la guitarra porque
es huasa; el piano, porque es caro; el cello porque es muy grande, y el violín,
porque es muy difícil. ¿Quién aprende clarinete? ¿Y flauta? En verdad nadie
estudiará el sacabuche ni el cimbalón,
pero por allí hay jóvenes que estudian el tam-tam.
Sería bueno que todos los
habitantes del país formaran una gran orquesta, cada uno con el instrumento adecuado
a su capacidad, para tocar la “Gran Sinfonía del Acuerdo”. Para ello tendríamos
que aprender Teoría y Práctica, para que resultara perfecta. Leeríamos todos en
el mismo pentagrama. Nuestro gusto musical en potencia puede ayudarnos.
Recopilación de: Alejandro Glade
R. / Escrito por: Victoriano Reyes Covarrubias.
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