V. R. C. |
Hay muchas personas que viven
invitándose mutuamente para jugar al póker, a la canasta o al telefunken. Otros
juegos de naipes también entran en la invitación y las puertas de las casas se
abren como templos de Zabulón. ¡Cosa inofensiva! Sirve esto para entretenerse,
para escapar del atroz aburrimiento y estar a la moda en cuanto a juego. Ya no
se juega al burro ni a la brisca.
Pero en todas estas sesiones se
apuesta dinero, mucho o poco, pero dinero al fin que lleva en si mismo la
ambición humana.
La generalización de esta
costumbre ha engendrado un problema de educación, cuya gravedad puede llevarnos
a corto plazo al destrozo total de los haberes psicológicos. Y si son haberes
los amenazados, el asunto adquiere interés, porque en un momento dado la
bancarrota puede ser inevitable… Bien sabido es que los jugadores – hombres y
mujeres de todas las edades – se arriman a la mesa de juego en un estado
psicológico bien definido; el deseo de ganar. Los dueños de casa y los
invitados, sin excepción, aportan ese deseo, el que, a medida que se juega, se
transforma en un “estado de trance” que se traduce a la vez en actitudes. ¡Y
todo sólo por distraerse! Zabulón no perdona a nadie y todos pasan por lo
mismo. De esto surge el “picado”, jugador que pierde y pierde y se esfuerza
patológicamente en ganar; el “despelucado” o limpio de bolsillo aunque no de
alma, puesto que piensa en “la revancha
en la misma casa”; el “campeón” o “campeona” que da la vuelta olímpica a la
mesa de juego sin ganar aplausos, desaire que no le duele cuando se ha “despelucado”
bien a todos los contrincantes; y la ganadora del “barato”, la empleada
doméstica, que recibe agradecida la demostración generosa…
El asunto de la educación está en
que los dueños de casa jamás deben “despelucar” a las personas invitadas a
jugar o a las visitas. Pueden guardar sus deseos de ganancia para cuando ellos
sean invitados. La única concesión que tienen es quedar en empate caballeresco,
honroso y social. Lo menos que debe pedirse en estas invitaciones es verdadera
sociabilidad y no un ambiente de garito disimulado. En múltiples ocasiones las
sesiones de juego en “casas particulares” terminan en amarguras que no de
demuestran y en deseos de revancha (suena
mejor venganza).
La educación ajustada a la “verdadera
invitación social” no permite el “despeluque” ejercitado por los dueños de
casa.
Se dirá que esto es hilar muy
delgado, pero ¿no vemos que cada día se
destruye más la vida de relación a causa del descuido de estos pequeños
detalles?
Lo único que se escucha en las
sesiones interminables es el léxico monótono y desesperante: cartas, basta,
escala real, cuatro ases, dos cartas, salí, alza, corta, canasta, pozo, roba,
bota, ¿me voy?, te pillé, puntos, etc. Después en la calle o en otras casas,
los comentarios abundan, pero hay censura en las opiniones… ¿Por qué? Cuestión
de educación, se dice, pero el problema va más allá…
Cuando en las casas “muy
particulares” hay de esas ruedas de barquillero que llaman ruletas, entonces la
educación salta más fuerte que la bolita. Es que es el mismo negocio con
diferente decorado.
Recopilación por: Alejandro Glade
Reyes. / Crónica de Victoriano Reyes Covarrubias.
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