V.R.C. |
La explicación quedó suspendida
en una atmósfera de amargura. Hubo un momento en que todos los rostros nos
parecieron caricaturescos.
Los automóviles circulaban y los
transeúntes esperaban el momento propicio para soltarse de la esquina y ganar
el otro lado de la calle. Un tranvía llegó al paradero con estrépito. Se abrió
la puerta y bajo una niña de dieciocho años pero en una fracción de segundo la
nariz cromada de un automóvil se
introdujo en el trecho entre la puerta del tranvía y la acera. El conductor
frenó súbitamente y el coche lanzó el alarido mecánico característico que hace volver la cabeza al más indiferente
de los mortales. La niña había salvado milagrosamente de la muerte. En su
vestido azul quedaron las huellas de las manos de la Gran Señora.
Todos los que vieron la escena
retuvieron el aliento. El automóvil debió pasar por el otro lado de la calzada,
por donde las puertas del tranvía iban cerradas. Y si no había más remedio para
avanzar, por lo menos disminuir la marcha era lo elemental.
Hasta aquí el asunto es vulgar,
cosa de todos los días, infracción monótona y desesperante. Pero la anotación
tiene su colgajo doloroso. La niña era acompañada por su padre, un caballero de
cincuenta años, que también vio a su hija casi debajo de las ruedas del
automóvil. A este caballero nada le pasó, porque todavía estaba en la pisadera
del tranvía cuando el automóvil llegaba como un celaje junto a ellos. Todos los
presentes esperaron que el grito de
“hija mía!” lanzado por el padre hubiese estado acompañado de la
correspondiente amonestación para el
conductor del coche. Al comienzo hubo un ademán de indignación en éste
caballero al acercarse al coche cerrado para enrostrar la carencia de sentido
común en el volante, pero todo se derrumbó. El gesto de indignación se
transformó de repente en una sonrisa complaciente y en un saludo muy cortés. Y
hasta alargó la mano efusivamente a través de la ventanilla abierta del coche.
Tranvía frente al Mercado Central |
-¡Vaya, vaya, era usted!
-Cómo leva…
-Aquí vamos.
-Casi…Casi…
-¿Cómo están por su casa?
-Hasta luego.
El dialogo fue muy rápido,
nervioso, pues el coche tenía que seguir, pero el tranvía ya había partido.
Algunos transeúntes se miraron extrañados. Y al pasar el padre y la hija junto
a nosotros, escuchamos un fragmento de conversación:
-Pero, papá ¿por qué no llamaste
la atención de ese señor?
-Espera, hija…
-Es que, casi me mató. No debió
pasar por ese lado.
-Ya pasó, no fue gran cosa…
-Pero mira papá cómo me dejó el
vestido.
-Ya te compraré otro.
-Tu obligación era haberlo retado.
-Sí, sí, pero debes tener en
cuenta que lo conozco y tengo negocios pendientes con él…
Esto último sonó como vidrio
hecho añicos en el pavimento. Fue algo como si se hubieran clavado las puntas
de los vidrios en el corazón. Quitamos la vista. Afortunadamente llegó otro
tranvía con una sonajera endemoniada y no escuchamos más.
Recopilación de: Alejandro Glade
R.
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