V.R.C. |
Siempre se habla de la noche con
afanes poéticos, sobre todo cuando la luna suspendida baña la tierra. Es muy
bello todo lo que surge de la quietud y la penumbra, del claroscuro de las
cosas. Y aún más, cuando la cara de la muñeca blanca no se asoma en el espacio,
la oscuridad tiene sus misterios, la sugestión de lo invisible, el secreto de
la incógnita. Es por eso que los versos abundan con cantos a la noche. Empero,
en la gran ciudad, la noche tiene aspectos no poéticos que vale anotar. Dura es
la verdad pero hay que decirla. El abandono es mortal a ciertas horas. Los “sacos
de carbón” que hay en las calles en el paso de algunos parques, nos hacen recordar esas manchas negras que se ven
en el firmamento cuando las estrellas brillan. ¿No es una aventura demasiado
realista cruzar esos espacios oscuros?
Nos decía un señor que se
conforma con todo, porque, según él, ”ha
vivido demasiado” que el peligro de la noche solamente perjudica a los
noctívagos, a los trasnochadores empedernidos, y que está bien que les pase
algo para que se enmienden en sus hábitos de vivir. Es un criterio muy
simplista por cierto, porque el señor en cuestión olvida que una ciudad como la
nuestra exige que alguien se quede despierto para que otros duerman, no por
falta de sueño, porque bastante dormilones somos, sino para que al día
siguiente las cosas marchen sin interrupción y cada uno tenga la indispensable
para la vida.
Las personas que andan de noche
por las calles no son únicamente los re-moledores, o los trasnochadores crónicos. La experiencia
habla de que el ochenta por ciento de las personas son trabajadores. Ya son obreros de fábricas o construcciones
que atraviesan todo Santiago, para entrar a las siete de la mañana. Es fácil
encontrarlos a las cinco de la madrugada
en su viaje diario, y una lucha con la locomoción en horas críticas de los
cambios de turno. También se puede ver a las tres y media de la mañana a los
empleados de las fuentes de soda que terminan su turno y se recogen a sus
casas. TY los dueños o administradores de esos comercios, que también pasan,
aunque parezca extraño, a tomar una tacita de café en otra fuente de soda… para
luego irse a dormir. Conocemos a un joven empleado que entra a trabajar a las
tres de la mañana en una confitería que pasa abierta toda la noche. El personal
de los diarios, tanto de talleres y de redacción, también es amante de la noche
por necesidad. Y se puede ver cómo todos estos trabajadores anhelan descansar.
Es claro que algunos se quedan enredados más de la cuenta en el café o el
boliche pero son los menos. Y así, la enumeración es interminable. Hay gente
que tiene que trabajar de noche, como los radioperadores que reciben noticias.
Y en esto no olvidemos que mientras Santiago se dispone a dormir, en otras
partes del mundo la gente despierta para la nueva actividad del día. Y hay que
estar alerta a esa actividad, aunque lejana.
Para ¿a qué viene todo esto?
Simplemente a que si no se desea cuidar los huesos de los noctámbulos y amantes
de la francachela, se cuide la anatomía de los que trabajan y que tienen que
transitar por el lomo de la noche. Las autoridades policiales no deben
abandonar ni un instante la vigilancia en los sitios peligrosos de la ciudad.
Sabemos que la topografía del delito no ha cambiado. Una distracción del ojo
alerta en la obscuridad pude ser fatal. Y en este cuidado, los noctámbulos
también pueden aprovechar el beneficio, aunque para ciertos señores parezca una
“Llapa”.
Recopilación por: Alejandro Glade R.
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