V.R.C. |
Todos los chiquillos del Lawson School, en
Valparaíso, hacíamos verdaderas expediciones para ver el Diablo. El Señor del
Averno estaba dibujado con tiza en una ojiva tapiada de una iglesia derruida. A
escasa altura del suelo, la figura satánica era perfecta. Quizá algún artista
vagabundo no encontró otra superficie más apropiada.
La figura pasó allí mucho tiempo,
hasta que la reconstrucción la hizo desaparecer. En esos años el personaje era
muy popular. Se le temía. Hoy, el Diablo ha caído en desgracia, porque los
matasietes y los bellacos abundan y le dan lecciones… La popularidad del jefe
de los infiernos, sin embargo, sigue adelante, pero muy aplastada por la fama
de los modernos legionarios de la diablería.
El último libro de Papini acerca
del Diablo ha puesto de moda otra vez a este personaje, pero sólo en forma
académica. Cuando la popularidad del Malo comenzó a decaer, Daniel de Foe,
autor de “Robinson Crusoe”, escribió la “Historia del Diablo”, llegando al
final a hacerse la pregunta de ¿cuál es más pernicioso al mundo: el Diablo que
circula sin su pie hendido o el pie hendido que va de aquí para allá sin el
Diablo? Curiosa pregunta para el tiempo de De Foe, pero hoy, los diablos toman
té con nosotros y las diablesas asisten al cine. Ha sido tanto el descrédito
del antiguo Diablo, que su nombre ha sido tomado hasta para las cosas más
baladíes, y aun dulces, de fabricación casera.
Eca de Queiroz dijo que el Diablo
ha sido la figura de mayor dramatismo en la Historia del Alma. En verdad,
Milton cantó su hermosura y Dante escribió su tragedia. El diablo compraba el
amor y lo pagaba con dinero falso. Hoy cuando queremos hablar de algo
contundente, fuerte y que arde, decimos que es de “cuero de diablo”. Es
simplemente un recuerdo de antaño de sus aventuras causticas, de las jugadas y
los pactos infernales, de las palabras y ambiciones quemantes.
Todo lo relacionado con el Diablo
era cínico. Pero las diabluras modernas realizadas por superdiablos sin cola y
que no desaparecen en puñados de humo, sobrepasan el cinismo. El Diablo de
antaño simplemente ha presentado su nombre para los bellacos de la actualidad.
Se nos figura un señor cansado, viejo, que vive de añoranzas y que contempla
imponente las acciones de otros señores del Averno más perfeccionados.
El mismo Ambrosio Bierce, autor
del “Diccionario del Diablo”, modernizó al personaje haciéndolo dar
definiciones como las del martillero: hombre que proclama con un martillo que
se ha apoderado de un bolsillo ajeno mediante su lengua, o la del calumniador,
que es el graduado de la Escuela del Escándalo.
Lo más notable anotado por Bierce
es la definición demoníaca del teléfono: una invención del Diablo que posee
algunas de las ventajas de mantener a distancia a las personas desagradables.
El Diablo se aferra al pilote del
recuerdo porque se siente anticuado o quiere morir, porque sabe que la tumba es
la Casa de la Indiferencia. Nadie dibuja ya su silueta en las paredes, como
aquel artista de la tiza y de la ojiva. Se ha esfumado con el tiempo.
Recopilación de: Alejandro Glade
R.
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