viernes, 30 de octubre de 2015

Alrededor del Diablo


V.R.C.
             Todos los chiquillos del Lawson School, en Valparaíso, hacíamos verdaderas expediciones para ver el Diablo. El Señor del Averno estaba dibujado con tiza en una ojiva tapiada de una iglesia derruida. A escasa altura del suelo, la figura satánica era perfecta. Quizá algún artista vagabundo no encontró otra superficie más apropiada.

La figura pasó allí mucho tiempo, hasta que la reconstrucción la hizo desaparecer. En esos años el personaje era muy popular. Se le temía. Hoy, el Diablo ha caído en desgracia, porque los matasietes y los bellacos abundan y le dan lecciones… La popularidad del jefe de los infiernos, sin embargo, sigue adelante, pero muy aplastada por la fama de los modernos legionarios de la diablería.

El último libro de Papini acerca del Diablo ha puesto de moda otra vez a este personaje, pero sólo en forma académica. Cuando la popularidad del Malo comenzó a decaer, Daniel de Foe, autor de “Robinson Crusoe”, escribió la “Historia del Diablo”, llegando al final a hacerse la pregunta de ¿cuál es más pernicioso al mundo: el Diablo que circula sin su pie hendido o el pie hendido que va de aquí para allá sin el Diablo? Curiosa pregunta para el tiempo de De Foe, pero hoy, los diablos toman té con nosotros y las diablesas asisten al cine. Ha sido tanto el descrédito del antiguo Diablo, que su nombre ha sido tomado hasta para las cosas más baladíes, y aun dulces, de fabricación casera.

Eca de Queiroz dijo que el Diablo ha sido la figura de mayor dramatismo en la Historia del Alma. En verdad, Milton cantó su hermosura y Dante escribió su tragedia. El diablo compraba el amor y lo pagaba con dinero falso. Hoy cuando queremos hablar de algo contundente, fuerte y que arde, decimos que es de “cuero de diablo”. Es simplemente un recuerdo de antaño de sus aventuras causticas, de las jugadas y los pactos infernales, de las palabras y ambiciones quemantes.

Todo lo relacionado con el Diablo era cínico. Pero las diabluras modernas realizadas por superdiablos sin cola y que no desaparecen en puñados de humo, sobrepasan el cinismo. El Diablo de antaño simplemente ha presentado su nombre para los bellacos de la actualidad. Se nos figura un señor cansado, viejo, que vive de añoranzas y que contempla imponente las acciones de otros señores del Averno más perfeccionados.

El mismo Ambrosio Bierce, autor del “Diccionario del Diablo”, modernizó al personaje haciéndolo dar definiciones como las del martillero: hombre que proclama con un martillo que se ha apoderado de un bolsillo ajeno mediante su lengua, o la del calumniador, que es el graduado de la Escuela del Escándalo.

Lo más notable anotado por Bierce es la definición demoníaca del teléfono: una invención del Diablo que posee algunas de las ventajas de mantener a distancia a las personas desagradables.

El Diablo se aferra al pilote del recuerdo porque se siente anticuado o quiere morir, porque sabe que la tumba es la Casa de la Indiferencia. Nadie dibuja ya su silueta en las paredes, como aquel artista de la tiza y de la ojiva. Se ha esfumado con el tiempo.




Recopilación de: Alejandro Glade R.



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