V.R.C. |
Era un gigantón con espalda ancha
y hombros macizos, que llamaba la atención. Tranqueaba con unos zapatos de
suela gruesa, con gomas y toperoles.
Llegó a la playa con aire de
veraneante conquistador, mirando mucho por aquí y por allá. Trataba de dar a
comprender que era foráneo.
Entretanto las olas golpeaban en
la playa y se deshacían, como dicen los poetas cursis, “en sonrisas de espuma”.
Hombres, mujeres y chiquillos reían, gritaban y hacían cabriolas junto al agua.
Y el gigantón, después de unos paseos, se fue hacia unas peñas en el extremo de
la playa y allí se sentó, ocultándose poco a poco del público. Todos creíamos
que se había ido, pero alguien advirtió momentos después que el gigantón estaba
en el agua, sumido hasta el cuello.
Nadie lo había visto meterse al
agua. ¿Por qué había sido tan misterioso en su actitud? La razón era sencilla:
habíase sacado la ropa detrás de las peñas, para evitar, primero, el escándalo
de la falta de casuchas, y segundo, para no lucir su cuerpo escuálido, que
contrastaba fuertemente con la figura que presentaba vestido, -esa figura de
grandes hombreras y rellenos de esterilla.
El Tarzán de paquetería estaba
consciente de su impostura. Por eso no quería mostrarse a los demás como era en
realidad. La magia del sastre lo había transformado, pero en la playa, al
meterse al agua, hasta el más humilde pez tenía más garbo que éste veraneante
acartonado.
Los trajes con grandes rellenos
en los hombros y las mangas hacen ver a ciertas personas como gigantones
cultistas de Sandow. Pero una vez desprovistos de la caparazón sartorial quedan
como émulos del alcalde de Cork o faquires después de un ayuno milenario. Es
fácil observar la actitud de estos impostores de la anatomía, que bailan en las
terrazas veraniegas, dando pauta de mal gusto con sus pasos amanerados, las
caras hieráticas y el aire inconfundible
del “filórico”.
El sastre que contribuye con su
magia a fomentar el número de esta clase de individuos, no tiene la culpa. A él
le piden hombreras y rellenos, y simplemente obedece. Si le piden doscientas
presillas para los pantalones, también satisface al cliente: porque es una
regla de buen sentido comercial, aunque no siempre salva la estética.
Algunos trajes de hombres parecen
armaduras o escafandras, que albergan en su interior a flacuchos caballeros,
que pasean orgullosos su arquitectura muscular artificial. Pero llegado el
momento de la prueba, el gigantón queda reducido a cero. En esta época de
impostura, le falta su traje abultado que es la razón de su vida.
Recopilación por: Alejandro Glade Reyes.
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