Domingo 06 de Enero de 1955
V.R.C. |
Es verdad que hay muchos que
alimentan el afán de celeridad, para luego perder el tiempo miserablemente.
Esto ocurre, en ciertos viajeros, que
devoran distancias en forma casi supersónica, para luego aburrirse en un
pueblo, en donde se golpean la cabeza en
las cuatro paredes de un hotel. ¿No sería mejor tomar el camino más lento o
largo, para beber más luz e inundar la retina con paisajes? Nietzsche tuvo
razón al apoyar las sendas prolongadas.
Vivir perseguido por las horas;
acudir presuroso al llamamiento del reloj control; experimentar la “tantalizadora”
presencia de los itinerarios; la exigencia horaria de las comidas en los
hoteles y restaurantes; la cita vital y lo peor de todo, el calendario
prestablecido, con horas fijas para el Sol y la Luna. ¿Acaso no es todo una tiranía
insoportable? Pero, la aceptamos, empujados por la necesidad impuesta por un
sistema de vida.
Esta desesperación horaria la
vivimos hasta en los Estadios. En el último partido que definió el campeonato
de futbol profesional, pudimos apreciar como el pasar de los minutos pone en
trance a los aficionados. Entre el griterío histérico, un muchacho anuncia el
tiempo que resta por jugar:
-¡Quedan diez minutos!
Y al pronunciar la frase mira el
reloj, agitando los brazos en el aire y sembrando el nerviosismo en los
espectadores que le rodean.
-¿Quedan cinco minutos!
-¿Por favor, quédate callado! –le
dicen.
-¿Ya niños, quedan tres minutos! –prosigue
el muchacho.
Y así sigue pasando el tiempo,
lleno de ansiedad, poniendo el ánimo en tensión, más bien, en estado de “pathos”
deportivo. En el fondo es el tiempo que huasquea el entusiasmo del “hincha”,
fácil presa de una circunstancia mortificante que él mismo ha buscado. ¿Es un
gozo? No. Sencillamente, el sufrimiento del latigazo horario sale a la superficie
en el griterío y el recuerdo de los minutos finales del partido.
Después de tanta tensión, al
apurar los minutos, se llega al final para caer en un sopor, en una calma
derretida como cera al calor del horno de las satisfacciones o los fracasos.
Magnífica invención es aquella
del suizo Dolfell, de un reloj sin marcas de minutos y horas en su esfera. Sólo
tiene tres signos para indicar el Amanecer, Mediodía y la Medianoche. ¿Para qué
más? Es un reloj para calmar a los nerviosos y escapar, en parte de la
desesperación horaria. Vamos así que, aunque el hombre se ingenie, jamás podrá
liberarse enteramente del látigo de Cronos.
Recopilación por: Alejandro Glade R.
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